Statement on U.S. Supreme Court Decision to Review Texas v. U.S.
Most Reverend José H. Gomez
Archbishop of Los Angeles
January 19, 2016
I am pleased that the U.S. Supreme Court has decided to take up the case of Texas v. United States of America.
I cannot speak to the constitutional questions in this case. I speak as a pastor. And as a pastor, I know that the situation is unjust and intolerable for millions of people who are forced to live in the shadows of our great country. Every day in our parishes and schools and neighborhoods, we see the rising human toll of our failure to enact comprehensive immigration reform, especially on families and children.
Nationwide, more than 2 million undocumented persons have been deported in the last eight years alone, including thousands who are mothers or fathers forced to leave behind their spouses and children. Millions more are living in constant fear that they too might be rounded up for deportation, that one day without warning they won’t be coming home for dinner and may never see their families again.
The executive actions at issue in this case are temporary and they are no substitute for the comprehensive immigration reform our country needs. But these actions would be a measure of mercy, providing peace of mind to nearly 9 million of people, including 4.5 million children.
People do not cease to be our brothers and sisters because they have an irregular immigration status. No matter how they got here, no matter how frustrated we are with our government, we cannot lose sight of their humanity — without losing our own.
Until lawmakers in Washington can find the humility and courage to set aside differences and seek a common solution, the Supreme Court may be our last best hope to restore humanity to our immigration policy.
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Declaración de Monseñor José H. Gomez, Arzobispo de Los Ángeles, sobre la Decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos de revisar el caso Texas vs. U.S.
Me alegra que la Corte Suprema de Estados Unidos haya decidido revisar el caso deTexas v. Estados Unidos de América.
No puedo hablar sobre las preguntas constitucionales en este asunto. Hablo como pastor. Y como pastor, sé que la situación es injusta e intolerable para millones de personas que son forzadas a vivir en las sombras en nuestro gran país. Cada día, en nuestras parroquias, escuelas y vecindarios vemos el creciente daño causado a vidas humanas, especialmente a los niños y a las familias, debido a nuestro fracaso en aprobar una reforma migratoria integral.
A nivel nacional, solamente en los últimos ocho años, más de 2 millones de personas indocumentadas han sido deportadas, entre ellos miles de padres y madres que han sido forzados a dejar atrás a sus cónyuges e hijos. Millones más viven en constante temor de ser deportados ellos mismos, o de que un día, sin previo aviso, no puedan regresarse a casa para la cena y quizá nunca vuelvan a ver a sus familias.
Las acciones ejecutivas en discusión en este caso son temporales y no sustituyen la reforma migratoria integral necesaria en nuestro país. Pero son medidas de misericordia, que proporcionarían algo de tranquilidad a casi 9 millones de personas, entre ellos, 4.5 millones de niños.
Las personas no dejan de ser nuestros hermanos y hermanas sólo porque tienen un estatus migratorio irregular. No importa cómo llegaron aquí, no importa qué tan frustrados estemos con el gobierno; no podemos perder de vista su humanidad sin al mismo tiempo perder la nuestra.
Hasta que los legisladores en Washington no se llenen de humildad y valentía para dejar de lado sus diferencias y busquen una solución común, la Corte Suprema puede ser nuestra última esperanza para devolver la humanidad a nuestras políticas de inmigración.